martes, 4 de diciembre de 2018

Fin del sendero.

Al final del sendero restalla una luz.

El relámpago ha caído.
El trueno se presenta,
                                   lejano,
con la fuerza de un adiós.

Apenas ha llegado a mí
                                  su onda
y su eco ya reverbera en mis oídos.

El relámpago ha alumbrado.
El trueno recién aterriza.

El sonido viaja lento,
novecientas
mil
veces
más lento
           que la luz.
Pero su impacto es mayor.

El relámpago ha callado.
Ahora resuena el trueno.

La tierra tiembla,
el cielo se deshace en chispas,
gotas rojizas
de luz atronadora.
De nada sirve el refugio
                                de un paraguas
cuando el vendaval es eterno.

El relámpago ha pasado.
Todavía retumba el trueno.

La soledad de un rayo de sol ahogado,
el copo de nieve sobre punto de fusión,
el blanco de una nube helada.
Todo el frío de la noche arreciándome los dedos.

El relámpago se ha esfumado.
El trueno se vuelve efímero.

Su eco aún reverbera en mis oídos cuando llega la noche.

Ahora todo es recuerdo.

Day after

A veces cometo el error,
grave error, de parar
a hacer autocrítica. 
Y en una de esas ocasiones
cometo el error,
grave error, de pensar en
el problema de vernos
como dos terrenos separados por
una inmensa pared rocosa de altura titánica
-unos arriba, otros abajo-
en lugar de observarnos como
el reflejo de las dos caras
de un mismo espejo. 
Opuestos: sí; distantes: quizá;
pero a la misma altura.

En ese preciso instante

me fijo en el reflejo, en los
del otro lado y en su mirar hacia abajo,
como quien mira
desde arriba.
          No desde el reflejo.

Entonces me da por pensar 

que en verdad he errado,
desando el camino
y sigo mirando hacia abajo.