Reseña escrita por Don Cobacho para Casa del terrón de la feria de Mollina - 4 estrellas de 5 ★★★★☆.
Mis amistades y yo andábamos buscando algo de acción terrorífica para complementar la tarde de desfase etílico que caracterizan las ferias de pueblo a las que solemos ir de vez en cuando. Nuestro amigo A.J. nos propuso ir a una casa del terror que había visto a la entrada del pueblo, así que le hicimos caso y nos dirigimos hacia allí cerveza en mano.
Ya de entrada nos sorprendió que la entrada fuera gratuita y que la fachada del local estuviera toda adecentada con colores pastelosos y figuritas dulzonas, pero aún así accedimos a su interior para comprobar en nuestras pieles el mantra tan extendido de que las apariencias engañan.
Al entrar, nos recibió una señora mayor embutida en un vestido de tela áspera y color rosa palo, coronada con unos bucles tan tiesos en su peinado que cualquiera diría que todavía llevaba puestos los rulos de la peluquería. Una de nuestras amigas no pudo evitar lanzar un grito de pavor mientras se tapaba los ojos, aunque al tratar con la dulce abuelita, sospechamos que el susto no provino de ella sino de la rodofobia de Rosa. Tiene malaje que la pobre tenga un miedo atroz a su color homónimo, el rosa. Tras la confusión generada por el grito, Rogelia, que así se llamaba la amigable portadora de rulos, nos ofreció unas delicias de pistacho mientras nos invitó a pasar a la segunda estancia de la casa. El nombre de estos dulces árabes no podía ser más adecuado, he de decir.
Al pasar a la siguiente sala a través de un angosto pasillo de paredes negras, nos recibió un hombre de mediana edad con una redecilla tapando su incipiente calvicie y un delantal manchado de rojo sangre, blandiendo un rodillo de panadero en su mano derecha. Esta vez el que gritó fui yo, pero no por el rodillo enharinado ni las manchas de rojo de su delantal, que no era más que colorante alimenticio, sino porque el susodicho era clavadito a mi amigo Manuel, al que aún debo 50 € desde hace 2 años, y que espero que no tenga como hobbie leer reseñas de Google como esta (Manuel, si lees esto, te pago el mes que viene, juraíto). Al parecer, el hombre no era más que el responsable de amasar y hornear los bizcochos de una tarta que nos dió a probar. ¡Estaba de categoría! Posiblemente la mejor red velvet que habré probado en mi vida.
Tras chuparnos los dedos para borrar todo resto rojizo de nuestras manos, nos encaminamos a la siguiente estancia, de la que provenía un sonido metálico repetitivo, como de cuchillos entrechocando y cercenando cartílagos. María tomó la iniciativa y fue la primera en asomar la cabeza por el marco de la puerta. Nada más hacerlo se giró, nos devolvió una mirada temblorosa perdida en la palidez de su cara, y musitó un lastimero "no, no, no, por favor, no... otra vez no..." mientras se dejaba caer al suelo deslizando su espalda por la pared. Rosa, que ya se había recuperado del primer susto, la abrazó y la ayudó a levantarse al tiempo que A.J. y yo entrábamos en la sala. Al entrar pudimos comprobar que, efectivamente, ahí se daba lugar una de las escenas más temidas por María: cuatro personas se esmeraban, espátula en mano, a cortar cientos de caramelos de azúcar en sus mesas de trabajo. Y es que nuestra pobre amiga recibió un caramelazo en el ojo izquierdo siendo pequeña, y desde entonces le tiene pánico a los caramelos (y a las cabalgatas de Reyes Magos); así que pasamos lo más rápido posible por allí no sin antes aprovechar para coger un puñado de caramelos de fresa y de limón que nos ofrecieron quienes allí estaban.
Al cruzar la que parecía la penúltima puerta, quien saltó al grito de "¡AARGH, MUERTE!" empujándonos para escapar por donde habíamos accedido, fue quien nos propuso entrar a esta particular casa del terror: nuestro amigo A.J.. Después del barullo que formó al lanzarse sobre nosotros, pudimos recomponernos y salir a la última estancia para reírnos con lo que había provocado el susto de Apolinario Juscelino, disléxico de nacimiento y que siempre se presenta como A.J. (por razones obvias): en la pared del fondo, sobre la puerta de salida, unas luces de neón rojo iluminaban un cartel que decía ¡Muerde! con una flecha apuntando a una estantería repleta de magdalenas y brownies de chocolate. Hicimos caso del cartel, y tomamos un par de piezas cada uno para salir a la calle tras despedirnos de Rogelia.
Al final del día, con tanto dulce y caramelo, los cuatro acabamos cagándonos las patas abajo. Como, a fin de cuentas, era lo que buscábamos desde un principio, puntúo con 4 estrellas sobre 5 a esta Casa del Terrón.
P.S.: Nunca dejéis a un disléxico encargarse de la organización de nada.