domingo, 28 de octubre de 2018

Y caer.

De alguna forma, siempre he tenido presente la analogía entre escribir y saltar por un precipicio. No siempre tiene por qué ser así, claro, de hecho, hacía tiempo que no lo era, que jugaba con las palabras para formar un texto que nada se pareciese a la sensación de ver acercarse el suelo sin una red donde yacer; pero en ciertas ocasiones sí lo es.
Quizá sea ahora una de esas veces.
Me he fijado hoy en que, de hace un tiempo a esta parte, cada vez que pienso en escribir algo que me está naciendo dentro, miro de reojo el cuaderno y suelto antes un suspiro profundo desde las entrañas que saque consigo la fuerza y valentía suficientes para hacerlo. Para escribir.
Entonces, se suceden uno tras de otro una serie de pasos y sensaciones idénticas a cada momento que dibujan en mi mente la imagen perfecta de esa analogía citada.
Echar mano del cuaderno es andar con paso lento hacia el borde del abismo. Podría incluso oír el suelo rocoso crujir bajo mi caminar.
Abrirlo por la última página escrita es asomarse al vacío y sentir el viento gélido subir enérgico por la pared vertical. Un aire húmedo. Azul.
Coger el bolígrafo y anotar la fecha de hoy en la parte superior de la hoja es tantear la nada con el pie derecho, buscar una última porción de tierra que me sustente el siguiente paso.
Comenzar a escribir es pisar aire.

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