miércoles, 24 de septiembre de 2014

Mentiras piadosas

- Toma Ana... ¡espera! Ten cuidado al abrirlo, tiene un... tiene un poema para ti.- se ruborizó Juan al darle el paquete envuelto en papel de periódico, el favorito de ella para los regalos, a Ana.
- ¡Oohh, qué guay! ¡Déjame leerlo!- exclamó Ana el instante anterior a comenzar a recitar con esa voz de locutora nocturna que la naturaleza le había regalado:

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.
Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
¡Ah los vasos del pecho! ¡Ah los ojos de ausencia!
¡Ah las rosas del pubis! ¡Ah tu voz lenta y triste!
Cuerpo de mujer mía, persistirá en tu gracia.
¡Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.


- ¡Me encanta, Juan! ¡Aay, cómo te quiero!- y se fundieron en la explosión de besos y abrazos rutinaria de cada mes, cuando se encontraban en la estación. 

Mientras permanecían abrazados, Juan no le dijo que en realidad el poema no era suyo. Tampoco le habló del cuaderno lleno de garabatos, versos y prosas de su puño y letra que llevaban el nombre de Ana. 
A su vez, Ana no le contó que estaba deseando llegar a su habitación para rebuscar en el cajón secreto del escritorio el cuaderno de tapa roja que descubrió meses atrás. Tampoco le dijo que cualquiera de esos versos malrimados, estrofas versicortas y prosas torpecursis eran mejores que todos los Nerudas, Benedettis y Salinas que le llevara perfumados en letra dorada a la estación.

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